El sol caía en la tarde, y el
bosque se teñía de tenues luces rojas y amarillas.
A orillas de un pino, con la
espalda recostada sobre un tronco, se encontraba una ardilla joven.
La debilidad de la ardilla, entre
otras, eran las nueces. Los nogales, eran abundantes en el bosque, y no era
realmente un problema conseguirlas. Pero la nuez que en este momento la
ocupaba, era prácticamente impenetrable.
Aún sus afiladas paletas,
rebotaban como platillos entre la cáscara, produciéndole un temblor amargo en
todo su cuerpo.
Pero la joven ardilla, no iba a
detenerse. Es más, se encontraba así desde la mañana. Observaba y observaba a
la nuez, como si le fuera un fruto totalmente desconocido. Como si su cáscara
fuera de una aleación extraña y hasta ahora desconocida.
Y mientras el ocaso, dejaba
espacio a la luna en lo alto del cielo, de la colina más cercana bajó otra nuez
hasta los pies de la ardilla.
La ardilla la miró, tratando de
decidir si dejaría su nuez imposible, por la otra que recién le había arribado
como del cielo. Pero era demasiado joven y obstinada para darse por vencida,
tras un solo día de larga espera.
Y fue así que cuando las
estrellas reinaban como ángeles en la espesura de la noche, y el sueño ya
intentaba cerrar sus párpados con fuerza, la ardilla sintió hartazgo de su
infructuosa insistencia , tomó la nuez que se encontraba en el piso, y
juntándola a la otra que no había podido partir hasta ahora, las azotó con
fuerza entre sí.
Grande fue su estupor, cuando vió
que ambas cáscaras comenzaron a quebrarse. Y tras unos segundos de sorpresa, se
dio cuenta que ahora sí podía introducir sus dientes con facilidad, y no tardó
más de unos momentos en terminar de comer su manjar preferido.
Quizá lo único que nos permita
romper nuestra cáscara, sea tropezar con alguien de nuestra misma naturaleza. Y
en ese choque de proyecciones, comprendamos que es mejor quebrarse que nunca poder mostrar el fruto que llevamos
dentro. Ya encontraste tu otra nuez?
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