"No sé qué es preferible: el
mal que hace bien o el bien que hace mal." Miguel Ángel Buonarroti
Filosóficamente, el bien es
aquello que se opone al mal y es además un valor tautológico que se otorga a la
acción de un individuo.
Si definimos al mal como lo que
se opone al bien, siguiendo los mismos lineamientos, esta definición nos
encierra en un círculo sin fin, donde no definimos autónomamente al bien ni al
mal. Quizá porque ambos no puedan definirse por sí solos, sino que conforman
parte de una unidad única que los comprende: el todo.
El bien y el mal, conviven dentro
de nosotros en tanto seres a imagen y semejanza divina: el todo está así en
nuestro interior.
De allí la existencia del libre
albedrío, como elección incondicionada permanente entre el bien y el mal, la
luz y la sombra. De hecho, no podemos elegir libremente lo que reinará fuera de
nosotros, pero sí podemos hacerlo dentro. Dentro es donde nuestro poder de elección
tiene real significado.
Para estar en armonía, ambas
partes del todo, deben estar equilibradas. Cuando desconocemos el mal dentro de
nosotros, cuando lo negamos, lejos de debilitarlo lo fortalecemos, en tanto no
lo integramos a ese libre albedrío de elección, y se maneja por su propia
cuenta, sin ningún tipo de control ni direccionamiento.
Nadie es ni bueno, ni malo en su
totalidad. El todo es más complejo. Nuestra naturaleza es divina, escapa al
entendimiento humano, es así que toda clasificación humana de las partes de ese
todo, caerá en subjetivismos tarde o temprano, en tanto se intenta dar un
concepto limitado a lo que no lo es, y comprende todos los demás conceptos.
Es cierto que nuestra esencia
divina no cambia, no podemos cambiar lo que no podemos crear. Sí cambian los
conceptos o definiciones acerca de ella. Y también, los conceptos y
definiciones acerca de sus partes, el bien y el mal.
Cuando esas partes del todo, se
manifiestan fuera nuestro, en tanto nos interrelacionamos, surgen las
consecuencias de nuestra elección, que generalmente se confunden con la
elección misma. Elegimos hacer esto o lo otro, pero antes elegimos desde que
parte del todo vamos a elegir. El libre albedrío es mucho más profundo y
anterior al que se ve desde afuera. Afuera se ve lo que dejamos mostrar de lo
que elegimos, lo que elegimos puede ser mucho más vasto y complejo, y tiene que
ver con nuestra esencia, no con nuestra conducta.
Nuestra conducta es el proceso
mediante el cual, manifestamos lo que elegimos. Lo hacemos saber, lo damos a
conocer. Elegimos qué parte vamos a mostrar afuera, lo que no implica que la
otra parte haya dejado de existir dentro.
La verdadera sabiduría, consiste
en ver el todo. Sin juzgarlo, sin encuadrarlo en conceptos, sin determinarlo
como bueno o malo, como bien o mal. No es necesario definir para conocer, sí es
necesario vivenciar. La sabiduría se adquiere con la experiencia, no la de
otros sino la propia. Aquella que es intransferible y mutable constantemente,
llena de nuevos desafíos y aprendizajes.
No es un proceso intelectual: la
sabiduría que es valiosa, es la que internaliza la esencia. Esas certezas, que
sentimos desde lo más hondo de nuestro ser, y que no admiten discusión.
Cuando actuamos conforme a
nuestra esencia, nos sentimos aliviados, en paz. Aceptados por nosotros mismos,
que es en definitiva la aceptación que cuenta.
Así el bien será una parte de
nuestra esencia, quizá la que más se acerque a la fuente divina original, en
tanto el mal, es aquella ausencia divina en nuestro interior, ausencia de bien,
cuando la parte del mal está desproporcionada y en desarmonía con la parte del bien, cuando no hay paz, porque
nos alejamos de la fuente divina de creación.
Es importante que nuestras
conductas sean el fiel reflejo de nuestra esencia: el bien y el mal. A esto le
llamo diafanidad: transparencia. La transparencia implica coherencia, en tanto
la consecución de nuestras acciones para lograr un objetivo, tiene que seguir
una línea clara de expresión, que no deje lugar a dudas de quiénes somos y qué
queremos.
Cuando uno es claro no hay
conflictos, los conflictos surgen de las ambigüedades, los malos entendidos, la
dicotomía entre nuestros pensamientos y nuestras acciones, nuestro lenguaje
corporal y verbal en discordancia con lo que sentimos en realidad.
Mucho menos aún, desde esta
visión es útil considerar al bien como un valor, que se le otorga a determinadas
acciones. Siendo que aquí, el bien es parte de la esencia y las acciones son su
manifestación física. Las acciones no tienen un valor en sí mismas, sino que
sólo son una muestra práctica de nuestra esencia, para que sea así en la Tierra
como en el Cielo.
Muchos opinan que el bien es
aquél que no ocasiona daño en otros. ¿Cómo podemos saber lo que causa daño en
otros sino no somos capaces de identificar la mayoría de las veces lo que nos
daña a nosotros mismos? ¿Quién puede tener la sabiduría necesaria para además
de conocer su propia esencia conocer la de todos los demás? ¿Podemos causar
daño en otros realmente?
Desde mi visión, y en el
entendimiento que nuestro verdadero poder radica en el libre albedrío que
reside en nuestra esencia, no tenemos poder alguno sobre los demás. Incluso el
poder que tenemos sobre nosotros es tan sólo una derivación divina, no es un
poder original. Así es que seríamos realmente incapaces de ocasionar daño en
otros si los otros no lo permitieran tácita o expresamente, por acción u
omisión.
Es así como el bien, entonces sería
una parte de nuestra esencia, aquella parte más cercana a la Fuente Divina
Original, para mí sin lugar a dudas, llamada Dios.
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