martes, 17 de septiembre de 2013

Del bien y del mal



"No sé qué es preferible: el mal que hace bien o el bien que hace mal."  Miguel Ángel Buonarroti

Filosóficamente, el bien es aquello que se opone al mal y es además un valor tautológico que se otorga a la acción de un individuo.
Si definimos al mal como lo que se opone al bien, siguiendo los mismos lineamientos, esta definición nos encierra en un círculo sin fin, donde no definimos autónomamente al bien ni al mal. Quizá porque ambos no puedan definirse por sí solos, sino que conforman parte de una unidad única que los comprende: el todo.
El bien y el mal, conviven dentro de nosotros en tanto seres a imagen y semejanza divina: el todo está así en nuestro interior.
De allí la existencia del libre albedrío, como elección incondicionada permanente entre el bien y el mal, la luz y la sombra. De hecho, no podemos elegir libremente lo que reinará fuera de nosotros, pero sí podemos hacerlo dentro. Dentro es donde nuestro poder de elección tiene real significado.
Para estar en armonía, ambas partes del todo, deben estar equilibradas. Cuando desconocemos el mal dentro de nosotros, cuando lo negamos, lejos de debilitarlo lo fortalecemos, en tanto no lo integramos a ese libre albedrío de elección, y se maneja por su propia cuenta, sin ningún tipo de control ni direccionamiento.
Nadie es ni bueno, ni malo en su totalidad. El todo es más complejo. Nuestra naturaleza es divina, escapa al entendimiento humano, es así que toda clasificación humana de las partes de ese todo, caerá en subjetivismos tarde o temprano, en tanto se intenta dar un concepto limitado a lo que no lo es, y comprende todos los demás conceptos.
Es cierto que nuestra esencia divina no cambia, no podemos cambiar lo que no podemos crear. Sí cambian los conceptos o definiciones acerca de ella. Y también, los conceptos y definiciones acerca de sus partes, el bien y el mal.
Cuando esas partes del todo, se manifiestan fuera nuestro, en tanto nos interrelacionamos, surgen las consecuencias de nuestra elección, que generalmente se confunden con la elección misma. Elegimos hacer esto o lo otro, pero antes elegimos desde que parte del todo vamos a elegir. El libre albedrío es mucho más profundo y anterior al que se ve desde afuera. Afuera se ve lo que dejamos mostrar de lo que elegimos, lo que elegimos puede ser mucho más vasto y complejo, y tiene que ver con nuestra esencia, no con nuestra conducta.
Nuestra conducta es el proceso mediante el cual, manifestamos lo que elegimos. Lo hacemos saber, lo damos a conocer. Elegimos qué parte vamos a mostrar afuera, lo que no implica que la otra parte haya dejado de existir dentro.
La verdadera sabiduría, consiste en ver el todo. Sin juzgarlo, sin encuadrarlo en conceptos, sin determinarlo como bueno o malo, como bien o mal. No es necesario definir para conocer, sí es necesario vivenciar. La sabiduría se adquiere con la experiencia, no la de otros sino la propia. Aquella que es intransferible y mutable constantemente, llena de nuevos desafíos y aprendizajes.
No es un proceso intelectual: la sabiduría que es valiosa, es la que internaliza la esencia. Esas certezas, que sentimos desde lo más hondo de nuestro ser, y que no admiten discusión.
Cuando actuamos conforme a nuestra esencia, nos sentimos aliviados, en paz. Aceptados por nosotros mismos, que es en definitiva la aceptación que cuenta.
Así el bien será una parte de nuestra esencia, quizá la que más se acerque a la fuente divina original, en tanto el mal, es aquella ausencia divina en nuestro interior, ausencia de bien, cuando la parte del mal está desproporcionada y en desarmonía con  la parte del bien, cuando no hay paz, porque nos alejamos de la fuente divina de creación.
Es importante que nuestras conductas sean el fiel reflejo de nuestra esencia: el bien y el mal. A esto le llamo diafanidad: transparencia. La transparencia implica coherencia, en tanto la consecución de nuestras acciones para lograr un objetivo, tiene que seguir una línea clara de expresión, que no deje lugar a dudas de quiénes somos y qué queremos.
Cuando uno es claro no hay conflictos, los conflictos surgen de las ambigüedades, los malos entendidos, la dicotomía entre nuestros pensamientos y nuestras acciones, nuestro lenguaje corporal y verbal en discordancia con lo que sentimos en realidad.
Mucho menos aún, desde esta visión es útil considerar al bien como un valor, que se le otorga a determinadas acciones. Siendo que aquí, el bien es parte de la esencia y las acciones son su manifestación física. Las acciones no tienen un valor en sí mismas, sino que sólo son una muestra práctica de nuestra esencia, para que sea así en la Tierra como en el Cielo.
Muchos opinan que el bien es aquél que no ocasiona daño en otros. ¿Cómo podemos saber lo que causa daño en otros sino no somos capaces de identificar la mayoría de las veces lo que nos daña a nosotros mismos? ¿Quién puede tener la sabiduría necesaria para además de conocer su propia esencia conocer la de todos los demás? ¿Podemos causar daño en otros realmente?
Desde mi visión, y en el entendimiento que nuestro verdadero poder radica en el libre albedrío que reside en nuestra esencia, no tenemos poder alguno sobre los demás. Incluso el poder que tenemos sobre nosotros es tan sólo una derivación divina, no es un poder original. Así es que seríamos realmente incapaces de ocasionar daño en otros si los otros no lo permitieran tácita o expresamente, por acción u omisión.
Es así como el bien, entonces sería una parte de nuestra esencia, aquella parte más cercana a la Fuente Divina Original, para mí sin lugar a dudas, llamada Dios.

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