El sol se asomaba en una de las playas del sur de Portugal, mientras el agua apenas mojaba suavemente las capas de arena fina y dorada que se dejaban acariciar.
La temperatura era agradable y el silencio reinaba en el lugar. Sólo se escuchaba la leve brisa marina resonando entre las rocas.
Como una saeta se asoma, al galope, un caballo negro ligero, de apenas unos 5 años de edad. Sus cascos sin herradura, golpeaban en la arena produciendo un eco muy particular, seco pero firme. Así, galopaba sin detenerse como si lo estuvieran persiguiendo, desbocado.
Huía de un hara cercana, no quería estar más allí. No quería estar encerrado, y terminar mascando las tablas del establo, o dando coces a las paredes. Extrañaría al resto de su manada, pero más ansiaba su libertad.
No sabía siquiera adónde se dirigía, y su rumbo era sin curso fijo, sólo limitado a bordear la costa, porque la arena estaba muy caliente en las zonas más alejadas del agua.
El viento que venía del mar, le movía las crines sin ton ni son, y le daba a la vista, un porte entre elegante y descuidado, pero sin dudas personal. Verlo andar, era ya un espectáculo digno de todo amante de la naturaleza.
El mar de fondo hacía contrastar más su color negro intenso, que brillaba espectacularmente a los rayos del sol.
¿Qué opinarían sus ancestros salvajes de tal encierro que lo había tenido prisionero? Ningún guerrero dotado de esa velocidad y ligereza podría permanecer encerrado, no era justo. Su parte instintiva lo impulsaba a correr, y sus hábitos lo persuadían a permanecer en un lugar seguro y tranquilo. Pero en un caballo de esta clase el instinto siempre puede más. Y así corría.
La sed, no parecía importarle, su vigor seguía intacto, y sus ancas se movían como piezas de una maquinaria excelente, la mejor hecha por la naturaleza para correr.
La liviandad de no llevar a nadie sobre su lomo, no tenía precio. Nadie le decía cuando pasear, cuando trotar, ni cuando correr, ni cuando saltar, ni cuando detenerse. Era él, el viento y el sol, los únicos que lo acompañaban en su tranco, que cada vez era más y más ligero.
Su vigor juvenil lo aceleraba y aventaba el fuego que yacía en su interior. El peligro de ser nuevamente atrapado lo corría por detrás, pero también lo acechaba por delante. Estar vivo, ya significaba de por sí, alguna clase de peligro.
Quizá, si no fuera de día y fuera de noche, se confundiría entre la penumbra, y con su mágico dominio lunar pasaría más desapercibido hasta esconderse entre algunas rocas. Pero era el día, y todo iluminado a su alrededor, lo delataba como una mancha negra que pasaba a alta velocidad, sin descanso, pero también sin fatiga.
Si estuviera en Asia, se lo confundiría con un guía de las ánimas que escapó de la tumba de algún difunto que otrora era su amo. Es increíble que fuera considerada la mejor de las ofrendas animales y a cambio de ello se le quitara la vida. Era el encierro o la muerte sus dos posibles destinos. ¿O acaso el encierro no es también una forma de morir?
Es cierto que si no estuviera en el siglo XXI, los celtas y los germanos, lo hubieran trozado minuciosamente y hervido en un caldero, como gran acontecimiento social.
No hubiera tenido la suerte de los mitos griegos, que lo colocaban sin duda en una mejor posición: centauros, silenos, sátiros… y ni hablar de Pegaso, ese sí que era un afortunado, no sólo siendo el caballo de Zeus, sino quedando en las leyendas como simbolismo de luz y heroísmo.
Ni siquiera su color era blanco, encima era negro. No podría haber sido nunca considerado en cabalgadura de los dioses, ni símbolo de fuerza bruta dominada por la razón, ni menos de alegría y victoria. Su color era asociado con la noche y la oscuridad.
Hasta Cristo aparecería en su segunda venida con un caballo blanco, triunfante, pero sin embargo era más probable que su pelaje negro fuera asociado a los jinetes del Apocalipsis que a portador del Salvador.
Fuerza, velocidad y resistencia. Eran sus mejores cualidades, las cualidades que lo harían libre, las cualidades que le darían su nueva vida, las mismas que hicieron que sus ancestros fueran ya representados en las cavernas o lugares más sagrados desde la prehistoria. Esas cualidades que el hombre siempre buscó tener, y por eso fue uno de los primeros animales que buscó domesticar.
Así los humanos pudieron con su ayuda, alcanzar la fuerza, la velocidad y la resistencia, pero jamás tuvieron su belleza y su valentía, por eso nunca tuvieron su real libertad.
Son pocos los verdaderos guerreros humanos que guiados por sus impulsos, sacuden sus cascos sobre la arena hasta alcanzar su meta. No tienen la rebeldía animal suficiente y por eso ganan las batallas, pero no pueden aún ganar la guerra. La guerra requiere también de respeto, por los otros guerreros, por el resto de la manada.
Tampoco todos los humanos tienen la magia de los unicornios, ni su espiritualidad, ni la fantasía, ni los ideales necesarios. Sólo galopan, y la mayoría de las veces se dejan domesticar fácilmente en busca de comodidad, abrigo y comida. No tienen el valor de alcanzar la velocidad necesaria para ganar, no tienen la dignidad de poseer un galope propio que los haga libres, que los haga líderes de su propio imperio, y sólo se dejan montar o encierran a cualquiera para imperar sobre otros y no sobre sí mismos.
Ellos necesitan látigo, cabestro y freno para no desbocarse, porque sólo han sido sometidos y no entrenados para el combate.
Y eso que los hombres pesan mucho menos que sus 500 kg, que el caballo levanta y ondea como si fuera una pluma, a través de la fuerza de sus instintos de huida y defensa. Con su agilidad, que sólo se ve amedrentada por su constante estado de alerta y algunos matices muy tenues de docilidad.
El caballo negro, extrañará los vínculos con el resto de su manada, sus relinchos, y su acicalamiento y lenguaje corporal, pero su sangre caliente y su temperamento alerta y nervioso, lo llevará a seguir andando sin parar.
Cada tranco, lo acercará más y más a su libertad. Y seguirá corriendo desbocado, pero seguro, hasta que un día, las calientes playas ya no le parezcan tan bonitas, y el viento ya no le parezca una caricia, sino un golpe que le recuerde en su cara, que podrá galopar todo lo que quiera, pero algún día descubrirá que solo, no será capaz de poder cruzar el mar.