jueves, 21 de febrero de 2013

Por omisión


Es habitual, que cuando vemos a nuestro alrededor situaciones o eventos que nos disgusten, o nos parezcan injustos, no intervengamos para resolverlos pero,  sin embargo,  adoptemos una actitud de constante queja con respecto a lo que sucede.
A diario vemos situaciones que nos generan malestar. Desde una constante alza de precios cuando vamos de compras, maltratos frecuentes de cualquiera que cruzamos en nuestro trayecto, niños pidiendo por la calle, personas durmiendo a la intemperie, droga y violencia por doquier, inseguridad, etc.

Todo ello nos va sumando un stress adicional, que como el smog, se va pegando en nuestro ser. A tal punto se torna habitual que, con el tiempo, vamos perdiendo la noción que lo que vemos en realidad nos disgusta, y como un mecanismo de defensa natural, pasa desapercibido para nuestras emociones. No nos sorprende, ni nos llama la atención.

Nos acostumbramos a las injusticias, desde la escuela. Tal es así, que cuando vemos que se castiga a toda una clase por la acción cometida por un alumno, lo aceptamos como algo normal. Sin requerir de quién está al frente de la misma, una actitud más responsable, y más comprometida con su labor. Dado que cualquier docente que realmente tenga autoridad sobre sus alumnos, en primer lugar los conoce. Entonces, conoce qué actos son propios de cada uno, y no de todos.
Pero es más simple, emitir una sanción general, que resolver el tema particular. Así, quién no genera conflicto en una clase, termina recibiendo el mismo trato que el que sí lo genera. Aprendiendo desde muy pequeño, que no es meritorio portarse bien y cumplir con las reglas de conducta. Porque desde pequeños, aprender que las reglas hay que cumplirlas, parece no ser un tema primordial.

Desde los actos más comunes, como volver por la noche del trabajo, o llevar a nuestros hijos a una plaza, requieren de nuestras alertas mentales un desgaste adicional. Estar permanentemente atentos a posibles robos, secuestros, arrebatos o abusos, es tarea cotidiana, que evidentemente disminuye nuestra energía mental y emocional, tornando excesivo el esfuerzo en realizar las tareas más cotidianas.
Aún en las noticias, se evidencian permanentemente actos de corrupción, robos, maltratos, violencia, especialmente dirigida a los niños y a las mujeres, homicidios, accidentes de tránsito, que son lamentablemente, moneda corriente. El mayor inconveniente, es que poco a poco, y por nuestra supervivencia, nos vamos acostumbrando a vivir de esta manera, consensuando inconscientemente cierta normalidad en estos acontecimientos.

De tal forma que, cada vez nos encerramos más. Hablamos menos personalmente, y nos comunicamos por medios alternativos, totalmente anónimos y despersonalizados.
Perdemos la noción de hace cuánto no vemos a alguien, si hemos mirado sus fotos en Facebook, o lo hemos leído en Twitter.

Nadie está desconociendo el valor de estas fabulosas herramientas de comunicación, sino que el inconveniente está en que poco a poco están reemplazando el trato cara a cara, el contacto físico real, y el lenguaje simbólico gestual, que tan rica información nos brinda acerca del otro, y por lo tanto de nosotros mismos.
De más está decir, que la velocidad con que transcurren los hechos, y con la que acontece y se conoce la información, hace que permanentemente estemos recibiendo estímulos externos que nos distraen de los estímulos internos que deben en realidad motivarnos.

Ya no queda casi tiempo para encontrarse, para reflexionar, para meditar, o simplemente conversar con alguien. Ya no queda tiempo…  y no queda seguridad para poder relajarse sin pensar en que uno puede ser asaltado, hasta incluso dentro de su propia casa.
El trasladarse se ha convertido en un juego de vida o muerte, sea por las condiciones de los medios de transporte, o por los riesgos de tránsito o de inseguridad existentes.

Si alguien tiene la fortuna, de contar con un automóvil para moverse, y le llegara a suceder algún inconveniente mecánico que le impidiera continuar su camino, y entonces tuviera que detener su marcha, va a ser muy difícil que alguno pare a darle una mano. Sea por temor a ser asaltado, o porque sencillamente es tal el estado de alienación con el que nos movemos, que no vemos lo que sucede a nuestro alrededor. Y si un alma caritativa, decidiera acercarse para ayudar, es digno de verse el temor que asalta al que está detenido con su automóvil, pensando que quién se aproxima lo hace con intenciones deshonestas.
Todo ello transcurre casi normalmente día tras día. Día tras día, contemplamos como ello ocurre sin intervenir.

Quizá sea el momento de comenzar a participar de lo que sucede. Desde el lugar que fuera, por más pequeño que parezca, comenzar a ser parte de las modificaciones que queremos que sucedan.
Desde lo más pequeño, como saludar, agradecer, pedir por favor, dar paso, no comprar cosas que sabemos que tienen un origen ilícito, respetar las leyes y si nos parecen inadecuadas pugnar por su modificación, no tolerar las injusticias sean que nos afecten propiamente o al prójimo, pedir explicaciones, etc.

Y desde lo político, no limitar nuestra participación e injerencia al sólo hecho de sufragar. Y si sólo quisiéramos ser parte únicamente en este proceso, hacerlo a conciencia, buscando idoneidad y no conveniencia en los que en definitiva representarán nuestras voces en los poderes del Estado. Elijamos  a nuestros mandatarios libremente, pero también responsablemente.
Al comienzo, demandará de nosotros mayor esfuerzo, porque no es a lo que estamos acostumbrados. Pero a largo plazo, ese esfuerzo irá reemplazando al esfuerzo que empleamos en soportar todo lo que acontece y nos molesta.

Sin duda, no veremos los resultados inmediatamente. Pero sí, podrán ver los resultados las próximas generaciones, los que vienen, a quiénes siempre cargamos el peso del futuro, sin que nos avergüence –llamativamente-  que el presente, lo que está ocurriendo hoy, está a nuestro cargo.