A diario vemos situaciones que nos generan malestar. Desde una constante alza de precios cuando vamos de compras, maltratos frecuentes de cualquiera que cruzamos en nuestro trayecto, niños pidiendo por la calle, personas durmiendo a la intemperie, droga y violencia por doquier, inseguridad, etc.
Todo ello nos va sumando un stress adicional, que como el smog, se va pegando en nuestro ser. A tal punto se torna habitual que, con el tiempo, vamos perdiendo la noción que lo que vemos en realidad nos disgusta, y como un mecanismo de defensa natural, pasa desapercibido para nuestras emociones. No nos sorprende, ni nos llama la atención.
Nos acostumbramos a las
injusticias, desde la escuela. Tal es así, que cuando vemos que se castiga a
toda una clase por la acción cometida por un alumno, lo aceptamos como algo
normal. Sin requerir de quién está al frente de la misma, una actitud más
responsable, y más comprometida con su labor. Dado que cualquier docente que
realmente tenga autoridad sobre sus alumnos, en primer lugar los conoce.
Entonces, conoce qué actos son propios de cada uno, y no de todos.
Pero es más simple, emitir una
sanción general, que resolver el tema particular. Así, quién no genera
conflicto en una clase, termina recibiendo el mismo trato que el que sí lo
genera. Aprendiendo desde muy pequeño, que no es meritorio portarse bien y
cumplir con las reglas de conducta. Porque desde pequeños, aprender que las
reglas hay que cumplirlas, parece no ser un tema primordial.
Desde los actos más comunes, como
volver por la noche del trabajo, o llevar a nuestros hijos a una plaza,
requieren de nuestras alertas mentales un desgaste adicional. Estar
permanentemente atentos a posibles robos, secuestros, arrebatos o abusos, es
tarea cotidiana, que evidentemente disminuye nuestra energía mental y
emocional, tornando excesivo el esfuerzo en realizar las tareas más cotidianas.
Aún en las noticias, se
evidencian permanentemente actos de corrupción, robos, maltratos, violencia,
especialmente dirigida a los niños y a las mujeres, homicidios, accidentes de
tránsito, que son lamentablemente, moneda corriente. El mayor inconveniente, es
que poco a poco, y por nuestra supervivencia, nos vamos acostumbrando a vivir
de esta manera, consensuando inconscientemente cierta normalidad en estos acontecimientos.
De tal forma que, cada vez nos
encerramos más. Hablamos menos personalmente, y nos comunicamos por medios
alternativos, totalmente anónimos y despersonalizados.
Perdemos la noción de hace cuánto
no vemos a alguien, si hemos mirado sus fotos en Facebook, o lo hemos leído en
Twitter.
Nadie está desconociendo el valor
de estas fabulosas herramientas de comunicación, sino que el inconveniente está
en que poco a poco están reemplazando el trato cara a cara, el contacto físico
real, y el lenguaje simbólico gestual, que tan rica información nos brinda
acerca del otro, y por lo tanto de nosotros mismos.
De más está decir, que la
velocidad con que transcurren los hechos, y con la que acontece y se conoce la
información, hace que permanentemente estemos recibiendo estímulos externos que
nos distraen de los estímulos internos que deben en realidad motivarnos.
Ya no queda casi tiempo para
encontrarse, para reflexionar, para meditar, o simplemente conversar con
alguien. Ya no queda tiempo… y no queda
seguridad para poder relajarse sin pensar en que uno puede ser asaltado, hasta
incluso dentro de su propia casa.
El trasladarse se ha convertido
en un juego de vida o muerte, sea por las condiciones de los medios de
transporte, o por los riesgos de tránsito o de inseguridad existentes.
Si alguien tiene la fortuna, de contar
con un automóvil para moverse, y le llegara a suceder algún inconveniente
mecánico que le impidiera continuar su camino, y entonces tuviera que detener
su marcha, va a ser muy difícil que alguno pare a darle una mano. Sea por temor
a ser asaltado, o porque sencillamente es tal el estado de alienación con el
que nos movemos, que no vemos lo que sucede a nuestro alrededor. Y si un alma
caritativa, decidiera acercarse para ayudar, es digno de verse el temor que
asalta al que está detenido con su automóvil, pensando que quién se aproxima lo
hace con intenciones deshonestas.
Todo ello transcurre casi
normalmente día tras día. Día tras día, contemplamos como ello ocurre sin
intervenir.
Quizá sea el momento de comenzar
a participar de lo que sucede. Desde el lugar que fuera, por más pequeño que
parezca, comenzar a ser parte de las modificaciones que queremos que sucedan.
Desde lo más pequeño, como
saludar, agradecer, pedir por favor, dar paso, no comprar cosas que sabemos que
tienen un origen ilícito, respetar las leyes y si nos parecen inadecuadas
pugnar por su modificación, no tolerar las injusticias sean que nos afecten
propiamente o al prójimo, pedir explicaciones, etc.
Y desde lo político, no limitar
nuestra participación e injerencia al sólo hecho de sufragar. Y si sólo
quisiéramos ser parte únicamente en este proceso, hacerlo a conciencia,
buscando idoneidad y no conveniencia en los que en definitiva representarán
nuestras voces en los poderes del Estado. Elijamos a nuestros mandatarios libremente, pero
también responsablemente.
Al comienzo, demandará de
nosotros mayor esfuerzo, porque no es a lo que estamos acostumbrados. Pero a
largo plazo, ese esfuerzo irá reemplazando al esfuerzo que empleamos en
soportar todo lo que acontece y nos molesta.
Sin duda, no veremos los
resultados inmediatamente. Pero sí, podrán ver los resultados las próximas
generaciones, los que vienen, a quiénes siempre cargamos el peso del futuro,
sin que nos avergüence –llamativamente- que el presente, lo que está ocurriendo hoy,
está a nuestro cargo.